En Guadalajara de Méjico, el conductor que me llevaba desde el aeropuerto hasta mi hotel dijo, de sopetón: «No se preocupe; aquí no le cortamos las cabezas a la gente». Juro que hasta entonces no estaba preocupado, sino tan sólo agotado por el largo viaje en avión, pero aquellas palabras pronunciadas en una carretera solitaria y cerca de la medianoche me hicieron dar un brinco en el asiento.
El conductor se dio cuenta enseguida de que comentarios como aquél no eran, precisamente, la mejor manera de fomentar el turismo en el Estado de Jalisco, así que procedió a explicarse de inmediato: su frase extemporánea aludía a una matanza reciente en los alrededores de Ciudad Juárez, cuyas imágenes habían dado la vuelta al mundo, y que se había completado con la decapitación de un grupo de narcos. La idea de Méjico como país atrozmente violento había afectado muy negativamente a la industria turística. «Pero ya le digo que no tiene de qué preocuparse», insistió el hombre. «Ciudad Juárez está muy lejos de aquí». Confieso que respiré cuando por fin pude poner pie en mi hotel. Confieso, también, que volví a acordarme de aquel conductor bastante más tarde, estando en España, tras leer que la policía mejicana había encontrado cuatro cabezas humanas… al sur de Guadalajara.
La anécdota viene a cuento porque la obra que aquí presentamos, Los cuerpos perdidos, de José Manuel Mora, sucede en ese Méjico de las cabezas cortadas que es muy distinto al Méjico revolucionario, al de las playas luminosas con audaces clavadistas, o al de las películas de Dolores del Río y María Félix. El país del narco y de las mujeres torturadas, ejecutadas con un tiro en la nuca, desaparecidas en medio del desierto y reconvertidas en espectros cansados. Lo que se cuenta en el texto es un viaje horripilante a través de una violencia de la que tenemos constante noticia por los medios de comunicación; pero con una particularidad inesperada: el autor se convierte a sí mismo en personaje, en un dudoso protagonista que, visitando la universidad de Ciudad Juárez, se ve de pronto sumergido en el ámbito de las mafias de la droga y descubre que le gusta esa vida; que la violencia forma parte gozosa y perversa de su yo más íntimo.
La historia, además, está contada con un sentido del humor tenebroso y despiadado que desarma por completo al lector. El mecanismo impide la aséptica santurronería con la que suelen tratarse estos temas: porque el autor/personaje no es un testigo inocente e imparcial de las maldades de otros, sino un monstruo más en una galería de horrores difíciles de digerir pero que no podemos evitar porque están ahí y se niegan a ser excluidos de nuestra percepción. Los cuerpos perdidos, pues, no es una obra para espíritus medrosos: sorprende, repugna, fascina por su manera de entrar sin anestesias en lo más terrible del mundo en que vivimos, un mundo que es Méjico y es más que Méjico. Se trata, también, de uno de los textos mayores e imprescindibles de una dramaturgia esp
añola contemporánea que se pasa el día mirando hacia fuera sin darse cuenta de que contiene en su corazón piezas magistrales como ésta.
Para vergüenza de esta profesión nuestra, la obra, pese a su grandeza incuestionable, pese a estar premiada y editada, espera aún un estreno (en teatros públicos o comerciales) en condiciones, si bien se hizo con ella un excelente semi montado que tuve la suerte de ver. Hay en todo ello una metáfora de la situación en que se encuentra el teatro español: seguimos llenando las carteleras de producciones obsoletas e innecesarias mientras hacemos como si estos textos esplendorosos, valientes, necesarios, no existieran. Por supuesto, siempre es más fácil vivir como si las cabezas se cortaran lejos de nosotros.
Lo cual, también por supuesto, no quiere decir que eso sea verdad.
En Madrid, diciembre 2013.
Descargar Los Cuerpos Perdidos, de José Manuel Mora