Autopsia es prácticamente una cosmogonía, aunque para dar origen a un universo haya que dejar otro, u ofrecerlo en sacrificio a la lava redentora de un volcán. Se trata también de una nueva geometría (pacificadora) de las pasiones. Su lectura hace pensar en los textos seminales de la filosofía moderna en los que el pensamiento mágico y la razón se daban la mano.
Si Descartes fue el mentor del método científico, lo hizo incitado por sueños bajo el signo de la premonición. Cartesio prefería la disección de cuerpos sin vida a la lectura, y he aquí la autopsia de un corazón humano: los sentimientos abandonados al oscuro erial de la sinrazón. Por ello, si de entre los textos de algunos de los prohombres de la edad moderna hay uno al que Autopsia sobre todo me recuerda, ese es La Ética demostrada según el orden geométrico, de Baruch Spinoza, el intento de un humanista expulsado de la sinagoga de racionalizar y/o matematizar los afectos y asignar un lugar civil al alma.Autopsia deslumbra por su inteligencia emocional.
El teatro de ideas de José Manuel Mora posee la ventaja de no ser “intelectual”. Como dijese Th. W. Adorno sobre Fin de partida, de Samuel Beckett, “lo que se había proscrito como abstracto, la reflexión, se empalma con la representación pura”. El humor sirve para hacerle “meadillas” a la pedantería. Como los grandes pensadores, los locos y los niños, esos bienes gratuitos que nos vienen de no se sabe dónde, esporádicos e inocentes, sin los cuales, como dijo Blaise Cendrars, la vida sería imposible, Mora todo lo interroga, con la presunción de que todo es, o debe de ser, inteligible (véase la escena uno, el diálogo de Fernando Soto con su hija pequeña) y armónico.
A diferencia de otra literatura dramática influida por la literatura filosófica, Autopsia no hace del mundo de las ideas un bunker alejado de la realidad política y social de nuestros días. “No es posible –dice Fernando, el protagonista- que no nos responsabilicemos de todo lo que está ocurriendo. No es posible que con todo lo que está ocurriendo hagamos como que no nos damos cuenta y nada de esto nos afecte en la vida, en nuestro trabajo: el paro, la muerte de la educación pública, la subida del IVA”. La inexpugnable crisis espolvorea la herida a corazón abierto de los personajes. Huelga decir que esta no es la crisis de los periódicos ni de las obras atribuibles al realismo social. El subtítulo, “Fábula Moral en Tiempos de Crisis”, ya nos sugiere que la crisis en la mesa de autopsias es metafísica (¡qué estrecha es la relación entre lo existencial y el Producto Interior Bruto!), y que solo puede ser sondeada con la indispensable ayuda del bisturí mítico.
Como en la tragedia clásica, el comienzo es per se la crisis. La muerte pone de relieve la ultratumba del sistema, su descomposición y corrupción. El encuentro con un cachorro de lobo impulsa el primer giro, animando a Fernando Soto, el protagonista que ha perdido a su hija, al autoexilio. Un autoexilio que consiste, básicamente, en abandonar todo lo que nos aleja del dolor. Autopsia es una invitación a la objeción de conciencia: “nacer, crecer, pensar que has nacido para comerte el mundo, que tu padre te dé una bofetada a tiempo, casarte, tener hijos, intentar hacer aquello que deseas, sufrir, comprarte una segunda vivienda cerca del mar, esperar, preocuparte por tu hija y morir”. Al puro estilo franciscano, el protagonista le hace un cruce de mangas a toda esa retórica sobre la autosuperación: que si la vida continúa, bla, bla; que si hay que mirar hacia adelante, bla, bla; que si we can. Como la joven heroína de Pocamambo, de Wajdi Mouawad, la elección de Fernado es abrazarse al duelo, y buscar un lugar, en la misma cima del volcán, desde el que entrevistar a la muerte. La vuelta a la soledad uterina, se acompaña, eso sí, de amigos invisibles (a la cabeza, el ángel televisivo, Michael Landon); cuando Fernando accede por fin al silencio, lo que escucha en su interior es una música pop de Domenico Modugno.
La empresa, imposible, de la mujer de Fernando, de nombre Yael, se formula en un oxímoron bellísimo en la escena seis: “si pudiera olvidarte sin perderte”. Su opción es la mayoritaria: sobreponerse para seguir respirando lo irrespirable, el dióxido de carbono de cientos de pulmones de “enfermos sin seguridad social, padres desesperados, yonquis, desempleados, maricas solitarias, poetas maricones, maricones sin ningún criterio, maricones ateos, materialistas y de izquierdas, borrachas empedernidas, adictos a somníferos, desamparados, mendigos, putas y todo ese tipo de gente”. Vivir a pesar de lo invivible, lo inhabitable, lo intolerable. Yael se sobrevive a sí misma, sin otra rebeldía que el aleteo autodestructivo de quien, queriendo olvidar, recuerda.
Podemos decir que en la obra de Mora, la muerte, tema recurrente desde sus primeros textos (valga el ejemplo de Cancro, Accésit Marqués de Bradomín), se desdramatiza. Como decía Bataille, “para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser”. Lo aciago, como se sugería en el párrafo anterior, corresponde a los supervivientes. A este respecto, llama la atención la mirada humanista (inclusive paternal) sobre sus personajes… la orientación panteísta por la que cada criatura del dramatis personae es un actor divino, un aspecto o una manifestación de Dios. “Nada ocurre en la naturaleza que pueda atribuirse a vicio de ella” (Spinoza), ni el fango, ni el insulto, ni el mordisco, ni la traición, ni el crujido de los huesos, ni el SIDA.
La organicidad de la estructura y la originalidad del lenguaje dejan entrever una metodología alejada del dramaturgo al amor de la lumbre. Mora no es un escritor que escribe para el teatro, ni siquiera un escritor que escriba en el teatro. Hablamos de una LITERATURA que se sitúa en “la perturbación recíproca entre texto y escena” (Hans Thies Lehmann). Por ello, no es de extrañar que los personajes lleven el nombre de los actores… o viceversa (¿el arte se copia de la vida o al revés?), y que, al mismo tiempo, este sea un texto profundamente íntimo. Es la misma dicotomía que articula el rito, y Autopsia, como pudimos ver en el montaje estrenado en Sala Triángulo en la XIII edición de Escena Contemporánea, dirigido y protagonizado por Fernando Soto, lo es: un ceremonial, y hasta un sacrificio.
A José Manuel Mora, como Yael le reprocha Fernando, se le puede decir “radical, que estás cada día más radical”. Radical en la misantropía… y en la filantropía. Hablar de la “dignidad del hombre” está demodé, por eso, y pese a todas sus fechorías, Autopsia tiene la apariencia de una obra clásica, o de una tragedia contemporánea. Mística y divertida, Autopsia es la obra que tantas veces me curó del desamor: “llega un momento en la vida del ser humano en el que el amor ya no es suficiente tal y como lo entendéis (…) El amor ya no sirve como justificación (…) El amor ya no me ata a ningún sitio (…) El amor es el medio pero nunca el fin. Por lo tanto nada es justificable con tal de mantenerlo vivo”. El corazón es un músculo, y Mora, con su Biblia de bolsillo, Kamasutra de los afectos, Bildungsroman o Juego de la Oca ascético, prescribe su entrenamiento.
En Madrid, a 8 de enero de 2014.
Descargar Autopsia, de José Manuel Mora