Explorando las ruinas del recuerdo
Notas sobre Lalibelá de Ignacio García May
Por Antonio Rojano
Hay algo en la biografía, en el viaje que transcurre desde el nacimiento de un hombre hasta su muerte, que nos atrae como una bombilla prendida lo hace con los insectos que habitan la noche. Tal vez, el hecho de encontrarnos a mitad del camino, de pertenecer a esa oscuridad de aquello que aún está por suceder, nos anima a querer vislumbrar el mapa de otras vidas. De otros viajes como el nuestro, como un ejercicio de encontrar puentes y carreteras comunes que nos lleven hacia adelante, aunque no tengamos la menor idea de cuál es nuestro destino.
En Lalibelá se cuenta la biografía de Otis John Thesiger, que se muestra como un trasunto de Wilfred Thesiger, un escritor y explorador británico nacido en Abisinia, Etiopía, a comienzos del siglo pasado. Nuestro Thesiger de ficción parece algo menos romántico que el que vivió en realidad. También es un aventurero, pero sus riquezas se han forjado traficando con armas en multitud de conflictos armados de África. Dicho esto, debo admitir que he mentido al comenzar esta introducción. Porque Lalibelá no habla de la vida de Thesiger, sino de su no-vida. Es decir, su no-biografía.
La no-biografía de un hombre estaría compuesta por los caminos que no ha transitado, por los desiertos sin explorar que esconde su interior, por los excitantes o terribles viajes que no fue capaz de realizar. Las elecciones que no hemos tomado nos conforman del mismo modo que aquellas otras que sí tomamos. La alegría no vivida puede generar un poso tan profundo como la experimentada. O aún más profundo. Esto es una certeza. Echar de menos lo que hemos tenido en nuestras manos se parece a veces demasiado a añorar aquello que nunca hemos poseído. Quizás la no-biografía llegue algún día a considerarse un género por sí mismo, del mismo modo que llegaron a serlo las vidas imaginarias que Borges escribió tras descubrir los textos de Marcel Schwob.
Lalibelá nos hace viajar a África, a un territorio lleno de pasiones y exploradores. Hay moscas, muchas moscas. También hace calor. Hombres que viven en lugares inhóspitos a los que no pertenecen. Puede ser una historia de aventuras. O de suspense. La violencia y la guerra es parte del día a día. Lalibelá nos acerca a las ruinas de un recuerdo. Un hombre y una mujer. Un juego de espejos que se convierte en un intento más de reescribir el pasado. La memoria también es un campo de batalla.
“Uno nunca olvida el golpe… Un golpe en el mismísimo corazón. Lo recuerdas, sueñas con ello, te despiertas por la noche y piensas en ello por años que pasen, y sientes escalofríos por todo el cuerpo.” Cito al Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas porque como él, García May nos convierte en exploradores y nos lanza a la aventura de atravesar la jungla de la memoria de un hombre, hachazo a hachazo, destripando la maleza de un infierno verde, recreando esa experiencia no vivida que no se pudo o no se supo olvidar.
Mi primer acercamiento a García May permanece vivo, como una muesca en mi memoria. Un ejemplar de la revista Acotaciones cayó en mis manos. Lo que no sé es cómo llegó hasta ellas. Digamos que, como en Lalibelá, las lecturas de cada uno -o sus escrituras- también se contaminan por las elecciones que tomamos. ¿Por qué leí ese texto y no algún otro? ¿Qué extraño deseo motivó aquella elección? Qué importa ahora. La cuestión es que allí se encontraba uno de sus textos más importantes: Los vivos y los muertos. La conmoción fue profunda. Aún lo recuerdo. Porque por entonces pensaba que el teatro español, sobre todo el que había leído hasta ese momento, demasiado poco, se aproximaba a una fórmula costumbrista incansable.
Más allá de las vanguardias, había encontrado numerosos autores temerosos de cruzar fronteras y de explorar otros espacios. Las experiencias de unos reporteros de guerra en un conflicto internacional, su aproximación realista, la potente escritura que habitaban esas páginas, llamaron mi atención. Un texto sobre la épica de la condición humana y la necesidad de héroes, aunque sea imposible ya encontrarlos. Sobre la vida y la muerte, sobre el trabajo de los periodistas… Un bello texto, oscuro, duro. Pero también optimista, como admitió el propio autor: “Ese optimismo que hace que la humanidad intente salir del horror de la guerra aunque sea rascando la porquería con las uñas.”
Hay escritores que se ocultan tras las páginas que escriben pero García May, como autor dramático, se parece mucho a sus personajes. Valiente, inquieto, aventurero. Quizá esta época no le pertenece, quizá viene de un pasado lejano. Se le puede imaginar, como a Eugene O’Neill, una juventud como marino mercante surcando los océanos y conociendo parajes exóticos. Todo eso está en los textos que escribe. Porque la escritura, ya lo sabemos, es también un viaje. Como la lectura.
Y en este viaje, se ha mostrado como uno de los autores que más han explorado el vasto paisaje de la dramaturgia contemporánea en español. García May ha sido tan audaz de adentrarse en la espesa selva del Siglo de Oro, como en los infinitos desiertos de los corresponsales de guerra hasta llegar a los cálidos mares del pasado que anida el recuerdo de un anciano.
Den un paso adelante y embarquen en esta aventura. Será dolorosa, como siempre lo es mirar atrás. El tiempo es un feroz enemigo. Pero sólo con nuestra memoria podremos combatirlo.
ANTONIO ROJANO
En Madrid, a 26 de febrero de 2014